Descuido de los mortales en aliviar a las Almas del Purgatorio
Punto Primero. - ¡Pobres almas! ¡Están padeciendo tormentos y penas
inexplicables: no pueden merecer, ni esperar alivio sino de los vivos; y
éstos, nosotros, ingratos, no cuidamos de ellas! Tienen ellas en el
mundo tantos hermanos, parientes y amigos, y no hallan, como José, un
Rubén piadoso que las saque de aquella profunda cisterna. Sus tinieblas
son más dolorosas que la ceguedad de Tobías, y no encuentran un Rafael
que les dé la vista deseada, para contemplar el rostro hermosísimo de
Dios. Se abrasan en más ardiente sed que el criado de Abraham, y no
hallan una solícita Rebeca que se la alivie. Son infinitamente más
desgraciadas que el caminante de Jericó y el paralítico del Evangelio.
Pero no encuentran un samaritano u otra persona compasiva que las
consuele.
¡Pobres almas! ¡Qué gran tormento es para ustedes este olvido de los
mortales! ¡Podrían tan fácilmente aliviarlas y libertarlas del
Purgatorio; bastaría una misa, una Comunión y un Vía Crucis, una
indulgencia que aplicasen; y nadie se preocupa de ofrecerlas por
ustedes!
¿Y quiénes son esos ingratos? ¡Son sus mismos parientes y amigos, sus
mismos hijos!. Ellos se alimentan y recrean con los bienes o
posibilidades que ustedes les dejaron, y ahora, como desconocidos, no se
acuerdan ya de ustedes.
¡Pobres almas! Con mucha más razón que David pueden ustedes decir: si
alguien que no hubiese nunca recibido ningún favor de mi parte, si un
enemigo me tratara así por doloroso que me fuera, podría soportarlo con
paciencia: ¡pero tú, hijo mío, hermano, pariente, amigo, que me debes
tantos beneficios; tú, hijo mío, por quien pasé tantos dolores y noches
tan malas; tú, esposo; tú, esposa mía, que tantas pruebas recibiste de
mi amor, siendo objeto de mis desvelos y blanco de mis incesantes
favores: que tú me trates así; que, descuidando los sufragios que tanto
te encargué me dejes en este fuego, sin querer socorrerme! ¡Ésta sí que
es una ingratitud y crueldad superior a todo lo que podemos pensar!
Punto Segundo. - ¡Pobres almas! Pero más pobres e infelices seremos
nosotros, si no las socorremos. Acuérdate, nos gritan los difuntos a
nosotros, de cómo he sido yo juzgado: porque así mismo lo serás tú: A mí ayer; a ti hoy.
Tú también serás del número de los difuntos, y tal vez muy pronto. Y
por rico y poderoso que seas, ¿qué sacarás de este mundo? Lo que
nosotros sacamos, y nada más: las obras. Si son buenas, ¡qué consuelo!
Si malas, ¡qué desesperación! Como tú hayas hecho con nosotros, harán
contigo.
¿Lo oyes? Si ahora eres duro e insensible con las benditas Almas del
Purgatorio, duros e insensibles serán contigo los mortales, cuando tú
hayas dejado de existir. Y no es éste el parecer de un sabio; es el
oráculo de la Sabiduría infinita, que nos dice en San Mateo: Con la misma medida con que midiereis, seréis medidos.
Sí; del mismo modo que nos hubiésemos portado con las almas de nuestros
prójimos, se portarán los mortales también con nosotros. ¡Ay de aquel que no hubiese practicado misericordia, porque le espera, dice el apóstol Santiago, un juicio sin misericordia.
¿Y no tiemblas tú, insensible para con los difuntos? Si lleno de
indignación, el Juez supremo arroja al infierno al que niega la limosna a
un pobre, que tal vez era enemigo de Dios por el pecado, ¿con cuánta
justicia y rigor condenará al que niegue a sus amadísimas esposas los
sufragios de los bienes que les pertenecían?