Meditando una bienaventuranza
Felices los pobres.
Muchas veces creemos que la felicidad en la vida está en tener cada vez más cosas con las que creemos ser más felices, y a veces es lo contrario, pues cuando las poseemos nos damos cuenta de que allí no estaba la felicidad.
Es que los hombres tenemos hambre de infinito, hambre de Dios, y sólo Dios podrá satisfacernos plenamente en la eternidad. Como bien lo ha dicho San Agustín: “Nos has creado para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”
Y Jesús comienza sus Bienaventuranzas con: “Felices los pobres de espíritu, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos”. Y Jesús se refiere a los que están desapegados de los bienes terrenos, y con las alas libres para volar en el camino de Dios.
El dinero y los bienes materiales muchas veces son graves obstáculos para nuestra salvación y santificación, por eso a veces el tener riquezas es un gran dolor de cabeza, ya que vivimos más preocupados por no perder lo que tenemos, y por acrecentar los bienes, de modo que nunca estamos satisfechos, y vivimos amargados y angustiados.
Demos a cada cosa el valor justo, y el dinero debe valorarse como un medio y no como un fin. Un medio para hacer buenas obras, para mantenernos y mantener a los nuestros, pero que no nos aparte del amor de Dios, porque eso es ya ser infelices en este mundo, y luego quizás también en el otro.
Por algo el Señor, siendo que podría haber tenido todas las riquezas del mundo, prefirió ser pobre y vivir pobremente, aunque manejó mucho dinero, ya que un río de oro pasó por sus manos.
Pensemos en estas cosas y escudriñemos nuestro corazón, porque el Señor también nos dice que nuestro corazón estará allí donde esté nuestro tesoro. Pensemos ¿dónde está nuestro tesoro?
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