jueves, 16 de mayo de 2013

Santo Temor de Dios...


El Don de temor de Dios
I. No todo temor es bueno. Existe el temor mundano (M.M. PHILIPON, Los dones del Espíritu Santo) de donde se originan los respetos humanos propios de quienes están dispuestos a abandonar a Cristo y a su Iglesia en cuanto prevén que la fidelidad a la vida cristiana pueda causarles una contrariedad o desventajas sociales. Existe otro, que es bueno en cuanto puede ser, para muchos, el primer paso hacia su conversión y el comienzo del amor (Eclo 25, 16): el temor servil que aparta del pecado por miedo a las penas del infierno.
En cambio, el santo temor de Dios, propios de hijos que se sienten amparados por su Padre a quien no desean ofender, tiene dos efectos principales. El más importante es un respeto inmenso por la majestad de Dios, un hondo sentido por lo sagrado y una complacencia en su bondad de Padre. Por este don, las almas santas reconocen su nada delante de Dios, como decía a modo de jaculatoria el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada! (VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador el Opus Dei). El otro efecto es un gran horror al pecado y, si se tiene la desgracia de cometerlo, una vivísima contrición.
II. Amor y temor. Con este bagaje hemos de hacer el camino. "Cuando el amor llega a eliminar del todo el temor, el mismo temor se transforma en amor" (SAN GREGORIO DE NISA, Homilía). Es el temor del hijo que ama a su Padre con todo su ser y que no quiere separarse de Él por nada del mundo. Cuando se pierde el santo temor de Dios, se diluye o se pierde el sentido del pecado y entra con facilidad la tibieza en el alma. Hemos de sentir horror al pecado grave y abominar del pecado venial deliberado. La meditación de los Novísimos, de aquella realidad que veremos dentro quizá de no mucho tiempo, o sea, el encuentro definitivo con Dios, nos dispone para que el Espíritu Santo nos conceda ese don que tan cerca está del amor.
III. El don de temor se halla en la raíz de la humildad, en cuanto da al alma la conciencia de su fragilidad y la necesidad de tener la voluntad en fiel y amorosa sumisión a Dios. También está en íntima relación con la virtud de la templanza, que lleva a usar con moderación de las cosas humanas subordinándolas al fin sobrenatural. Este don, infundido con los demás en el Bautismo, nos llevará a huir con rapidez de las ocasiones de pecado y hacer con profundidad el examen de conciencia y a dolernos de nuestras faltas. Pidamos que, con delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido del pecado.