domingo, 2 de junio de 2013

Evangelio y reflexión...

domingo 2/JUN/13

Evangelio del día 

Lc 9, 11-17. 
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. 
Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: “Despide a la multitud, para que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto”. Él les respondió: “Denles de comer ustedes mismos”. Pero ellos dijeron “No tenemos más que cinco panes y dos pescados, a no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta gente”. Porque eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo a sus discípulos: “Háganlos sentar en grupos de alrededor cincuenta personas”. Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirvieran a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas. 
Reflexión: 
A veces lamentamos no haber estado en tiempos de Jesús para ver semejante prodigio de la multiplicación de los panes, pero no caemos en la cuenta de que hoy mismo el Señor hace un prodigio muchísimo mayor, y es el de multiplicar, por manos del sacerdote, las hostias consagradas, en que está el mismo Dios, Jesucristo hombre y Dios verdadero.
Es que estamos tan acostumbrados a este misterio y este milagro infinito, que no nos damos cuenta de su belleza y grandeza, y muchas veces comulgamos con muy poca devoción y fe, y así hacemos infructuoso en nosotros tanta maravilla.
Hoy es el día en que la Iglesia celebra la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, de la Eucaristía, y es el día ideal para meditar cómo es nuestro trato con Jesús Sacramentado, cómo lo recibimos, si vamos a visitarlo al sagrario en la Iglesia, si hacemos comuniones espirituales durante el día, llamando a Jesús para que venga a unirse a nosotros que no podemos recibirlo sacramentado pero que queremos recibirlo espiritualmente.
Del trato que reciba la Eucaristía, dependerá el destino del mundo y del universo, porque no se puede despreciar ni ultrajar impunemente este augusto sacramento, y Dios enviará muchos castigos a esta pobre humanidad si cada vez se desprecia más este Don.
Por eso es necesario que los que somos conscientes de la grandiosidad del Santísimo Sacramento, reparemos por todos los que lo ultrajan y ofenden. Y esto lo logramos dando amor a Jesús Sacramentado, porque solo el amor es el que puede cambiar el mundo y los corazones de los hombres.
Nuestra vida debe girar en torno al tabernáculo donde está Jesús Eucaristía, porque solo allí tomaremos fuerzas para realizar la segunda evangelización y solo allí nos haremos fuertes contra todas las tentaciones y astucias del Maligno.

Pidamos a la Santísima Virgen la gracia de tener un corazón semejante al suyo, para recibir a Jesús con todos los honores posibles y, sobre todo, con mucho amor y fe.

Verdades olvidadas...


Verdades olvidadas

Término del combate. 
¡Morir cristianamente! ¿Sabéis lo que eso significa?
En primer lugar, es el término del combate. En este mundo estamos librando todos una tremenda batalla –lo dice la Sagrada Escritura– contra los tres enemigos del alma: mundo, demonio y carne. Estamos librando un combate. Pero llega la hora de la muerte, y si tenemos la dicha de morir cristianamente, nos convertimos en el soldado que termina victorioso la batalla y se ciñe para siempre el laurel de la victoria. En el labrador, que después de haber regado tantas veces la tierra con el sudor de su frente, recoge los frutos de la espléndida y ubérrima cosecha. En el enfermo, que ve terminados para siempre sus sufrimientos y entra para siempre en la región de la salud y de la vida. ¡Qué bien lo sabe decir la Iglesia Católica cuando pronuncia sobre el cristiano que acaba de expirar aquella fórmula sublime: Requiescat in pace: “Descansa en paz”!
En segundo lugar, la muerte cristiana es la arribada al puerto de seguridad.
En este mundo no podemos estar seguros. Absolutamente nadie. Ni el Soberano Pontífice, ni los mismos Santos mientras vivían acá en la tierra: nadie puede estar seguro de que morirá cristianamente. Dice el Concilio de Trento que, a menos de una revelación especial de Dios, nadie puede saber con seguridad si se salvará o si se condenará; si recibirá de Dios el don sublime de la perseverancia final, o si lo dejará de recibir. No lo podemos saber. Es un interrogante angustioso que está suspendido sobre nuestras cabezas. Ni los Santos estaban seguros de sí mismos. Porque, aunque ahora seamos buenos, aunque estemos ahora en gracia de Dios, ¿qué será de nosotros dentro de diez años, dentro de veinte, y, sobre todo, a la hora de nuestra muerte? Es un misterio, no lo podemos saber.
¡Ah!, pero cuando se muere cristianamente, es el ruiseñor que rompe para siempre los hierros de su jaula y vuela jubiloso a la enramada. Es el náufrago, que después de haber luchado contra las olas embravecidas que amenazaban tragarle hasta el fondo del océano, salta por fin a las playas eternas. Es la caravana, que después de haber atravesado las arenas abrasadoras del desierto, llega por fin al risueño y fresco oasis. Es la nave que llega al puerto después de peligrosa travesía. Es emerger de la penumbra del valle y bañarse para siempre en océanos de clarísima luz en lo alto de la montaña. El alma del que muere cristianamente queda confirmada en gracia, ya no puede perder a Dios, ya tiene asegurada para siempre la felicidad eterna.
Por eso la muerte cristiana es la entrada en la vida verdadera. ¡Cuánta pobre gente equivocada, que ha vivido y respirado el ambiente del mundo y está completamente convencida de que esta vida es la vida verdadera, la que hay que conservar a todo trance! ¡Qué tremenda equivocación!
¡Esta vida no es la vida! Un filósofo pagano exclamaba con angustia: “Ningún sabio satisface – esta duda que me hiere–: ¿es el que muere el que nace –o es el que nace el que muere–?”
No sabía contestar esa pregunta porque carecía de las luces de la fe. Pero a su brillo deslumbrante, ¡qué fácil es contestar a ella!
Que se lo pregunten a San Pablo y les dirá: “Estoy deseando morir para unirme con Cristo”.
Pregúntenlo a Santa Teresa de Jesús y les contestará con sublime inspiración: “Aquella vida de arriba, que es la vida verdadera –hasta que esta vida muera–, no se alcanza estando viva...” O quizá de esta otra forma: “Vivo sin vivir en mí –y tan alta vida espero– que muero porque no muero”.
Que se lo digan a Santa Teresita de Lisieux, la Santa más grande de los tiempos modernos, en frase del inmortal Pontífice San Pío X. Cuando la angelical florecilla del Carmelo estaba para exhalar su último suspiro, el médico que la asistía le preguntó: “¿Está vuestra caridad resignada para morir?” Y la santita, abriendo desmesuradamente sus ojos, llena de asombro, le contestó: “¿Resignada para morir? Resignación se necesita para vivir, pero ¡para morir! Lo que tengo es una alegría inmensa”.
Los Santos, señores, tenían razón. No estaban locos. Veían, sencillamente, las cosas tal como son en realidad. La inmensa mayoría de los hombres no las ven así. No se dan cuenta de que están haciendo un viaje en ferrocarril y no se preocupan más que del vagón en el que están haciendo la travesía: el negocio, el porvenir humano, el aumento del capital. Todo eso que tendrán que dejar dentro de unos años, acaso dentro de unos cuantos días nada más. No se dan cuenta de que el ferrocarril de la vida va devorando kilómetros y más kilómetros, y en el momento en que menos lo esperen, el silbato estridente de la locomotora les dará la terrible noticia: estación de llegada. Y al instante, sin un momento de tregua, tendrán que apearse del ferrocarril de la vida y comparecer delante de Dios. Entonces caerán en la cuenta de que esta vida no es la vida. Ojalá lo adviertan antes de que su error no tenga ya remedio para toda la eternidad. 
(De “El Misterio del más allá” – P. Royo Marín)