Confiemos en la sabiduría de Dios
Es
una verdad de fe que Dios dirige todos los acontecimientos de que se
lamenta el mundo; y aún más, no podemos dudar de que todos los males que
Dios nos envía nos sean muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al
mismo Dios le falta la luz para discernir lo que nos conviene.
Si,
muchas veces, en las cosas que nos atañen, otro ve mejor que nosotros
lo que nos es útil, ¿no será una locura pensar que nosotros vemos las
cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de las pasiones que
nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé los acontecimientos y
el efecto que cada causa debe producir? Vosotros sabéis que a veces los
accidentes más importunos tienen consecuencias dichosas, y que por el
contrario los éxitos más favorables pueden acabar finalmente de manera
funesta. También es una regla que Dios observa a menudo, de ir a sus
fines por caminos totalmente opuestos a los que la prudencia humana
acostumbra escoger.
En
la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos posteriormente,
¿cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por la permisión de Dios? ¿No
tememos que nuestras quejas conduzcan a error, y que nos quejamos
cuando tenemos el mayor motivo para felicitarnos de su Providencia? José
es vendido, se le lleva como esclavo, y se le encarcela; si se
afligiera de sus desgracias, se afligiría de su felicidad, pues son
otros tantos escalones que elevan insensiblemente hasta el trono de
Egipto. Saúl ha perdido las asnas de su padre; es necesario irlas a
buscar muy lejos e inútilmente; mucha preocupación y tiempo perdido, es
cierto; pero si esta pena le disgusta, no hubiera habido disgusto tan
irracional, visto que todo esto estaba permitido para conducirle al
profeta que debe ungirle de parte del Señor, para que sea el rey de su
pueblo.
¡Cuánta
será nuestra confusión cuando comparezcamos delante de Dios, y veamos
las razones que habrá tenido de enviarnos estas cruces que hemos
recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la muerte del hijo único en
la flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido algunos meses o algunos
años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y habría muerto en
pecado mortal. No he podido consolarme de la ruptura de este matrimonio:
Si Dios hubiera permitido que se hubiera realizado, habría pasado mis
días en el duelo y la miseria. Debo treinta o cuarenta años de vida a
esta enfermedad que he sufrido con tanta impaciencia. Debo mi salvación
eterna a esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. Mi alma se
hubiera perdido de no perder este dinero. ¿De qué nos molestamos?...
¡Dios carga con nuestra conducta, y nos preocupamos! Nos abandonamos a
la buena fe de un médico, porque lo suponemos entendido en su profesión;
él manda que se os hagan las operaciones más violentas, alguna vez que
os abran el cráneo con el hierro; que os horade, que os corten un
miembro para detener la gangrena, que podría llegar hasta el corazón. Se
sufre todo esto, se queda agradecido y se le recompensa libremente,
porque se juzga que no lo haría si el remedio no fuera necesario, porque
se piensa que hay que fiar en su arte; ¡y no le concederemos el mismo
honor a Dios! Se diría que no nos fiamos de su sabiduría y que tenemos
miedo de que nos descaminara. ¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a un
hombre que puede equivocarse y cuyos menores errores pueden quitaros la
vida, y no podéis someteros a la dirección del Señor?
Si
viéramos todo lo que Él ve, querríamos infaliblemente todo lo que Él
quiere; se nos vería pedirle con lágrimas las mismas aflicciones que
procuramos apartar por nuestros votos y nuestras oraciones. A todos nos
dice lo que dijo a los hijos de Zebedeo: Nescitis quid petatis; hombres
ciegos, tengo piedad de vuestra ignorancia, no sabéis lo que pedís;
dejadme dirigir vuestros intereses, conducir vuestra fortuna, conozco
mejor que vosotros lo que necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido
consideración a vuestros sentimientos y a vuestros gustos, estaríais ya
perdidos y sin recurso.
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