Mensaje a los Ciberapóstoles
Ejemplo 11.
La nieta que salvó a su abuelo
En un lugar del Perigord (Francia), ejercía su profesión un médico, a quien nadie hacía referencia por su propio nombre, sino al que todos llamaban “el buen Doctor”.
Y en verdad merecía este título, porque era realmente bueno con todos, y, sobre todo, con los pobres.
Sin embargo, el doctor no era un hombre religioso.
No es que fuese descreído. No llegaba a tanto. Más bien era “indiferente”.
Así, se daba el caso de que desde la fecha lejana de su matrimonio no se había preocupado de recibir los sacramentos...
Los muchos años y la excesiva actividad profesional desarrollada postraron al doctor en el lecho, con irreparable agotamiento. Toda esperanza de curación quedaba descartada.
¡Y “el buen Doctor” iba a morir en la impiedad!
Este pensamiento y temor torturaba el corazón de una nieta que le acompañaba en aquella ocasión. La niña era un ángel de dulzura y de piedad. Sentada junto al enfermo, lo entretenía y cuidaba. Y mientras descansaba el anciano, dirigía con lágrimas esta plegaria al cielo:
“¡Oh, Virgen buena, Vos que sois todo misericordia y todo lo podéis, moved a penitencia el corazón de mi abuelo!
No permitáis, santa Madre de Dios, que muera sin auxilios espirituales.
En Vos, Madre mía, tengo puesta toda mi confianza.”
Y tras de esa oración rezaba las tres Avemarías...
Una tarde, con el fin de distraer a su abuelo, la niña empezó a pasar revista al contenido de una gran cartera donde aquél había ido dejando recuerdos de pasados tiempos... Sus ojos se detuvieron en un sobre viejo, y exclamó:
–Una antigua carta, abuelo. ¿De quién será que la habéis conservado?...
El anciano le respondió:
–Léela y haremos memoria.
Y la joven leyó:
“Mi querido ahijado: ¡Cuánto siento no poder abrazarte antes de que te marches a París!, pero me es imposible ir a verte. Estoy atada a la cama por mi reumatismo. Seguramente no volverás a ver aquí abajo a tu vieja madrina, y por esto te pido escuches mis consejos, que serán los últimos.
Tú sabes que París ha sido siempre un abismo, y ante ese peligro tiemblo por ti. Sé un hombre fuerte, de buen temple, firme en la fe. Permanece fiel al Dios de tu bautismo, que has de ver en la eternidad... Yo te pongo bajo la protección de la Santísima Virgen María, y te recomiendo encarecidamente seas constante en las prácticas de piedad que desde muy niño tuviste de rezar mañana y noche las tres Avemarías...
Rogará por ti tu madrina, que te estrecha fuertemente sobre su corazón...”
La carta que tenía fecha de hacía cuarenta y ocho años, produjo una honda emoción al doctor.
Rememoró los años despreocupados de su juventud, sus extravíos y ligerezas, su apartamiento de los actos de culto y el abandono de sus devociones.
Pensó también en sus tareas profesionales y en su vida familiar y se detuvo recordando a su bondadosa madrina, que murió a los pocos meses de escribir aquella carta. Ella le había enseñado a rezar las tres Avemarías en su infancia...
Sintió el doctor un vivo impulso de gratitud hacia esa mujer buena, cuyos buenos consejos no siguió. Y mirando tiernamente a la nieta, balbuceó:
–¡Por mi madrina!... Dios te salve, María...
Y rezó las tres Avemarías juntamente con la nieta, que, con íntimo gozo, sonreía y lloraba a la vez.
¡Estaba ganado para Dios “el buen Doctor”!...
–Llama al Padre –dijo el enfermo–, porque he de contarle estas cosas.
Acudió el sacerdote diligentemente, y el doctor hizo su confesión con singular fervor.
Al día siguiente empeoró alarmantemente y hubo que administrarle el Santo Viático... Con paso acelerado se aproximaba a la muerte.
Tomó “el buen Doctor” con dificultad una mano de su nieta y, haciendo un gran esfuerzo, le dijo:
–Esto se acaba..., reza conmigo las tres Avemarías...
Al terminar la tercera Avemaría expiró dulcemente
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