martes, 16 de junio de 2015

Confianza...

Confiemos en la sabiduría de Dios

Es una verdad de fe que Dios dirige todos los acontecimientos de que se lamenta el mundo; y aún más, no podemos dudar de que todos los males que Dios nos envía nos sean muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para discernir lo que nos conviene.
Si, muchas veces, en las cosas que nos atañen, otro ve mejor que nosotros lo que nos es útil, ¿no será una locura pensar que nosotros vemos las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de las pasiones que nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé los acontecimientos y el efecto que cada causa debe producir? Vosotros sabéis que a veces los accidentes más importunos tienen consecuencias dichosas, y que por el contrario los éxitos más favorables pueden acabar finalmente de manera funesta. También es una regla que Dios observa a menudo, de ir a sus fines por caminos totalmente opuestos a los que la prudencia humana acostumbra escoger.
En la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por la permisión de Dios? ¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a error, y que nos quejamos cuando tenemos el mayor motivo para felicitarnos de su Providencia? José es vendido, se le lleva como esclavo, y se le encarcela; si se afligiera de sus desgracias, se afligiría de su felicidad, pues son otros tantos escalones que elevan insensiblemente hasta el trono de Egipto. Saúl ha perdido las asnas de su padre; es necesario irlas a buscar muy lejos e inútilmente; mucha preocupación y tiempo perdido, es cierto; pero si esta pena le disgusta, no hubiera habido disgusto tan irracional, visto que todo esto estaba permitido para conducirle al profeta que debe ungirle de parte del Señor, para que sea el rey de su pueblo.
¡Cuánta será nuestra confusión cuando comparezcamos delante de Dios, y veamos las razones que habrá tenido de enviarnos estas cruces que hemos recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la muerte del hijo único en la flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido algunos meses o algunos años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y habría muerto en pecado mortal. No he podido consolarme de la ruptura de este matrimonio: Si Dios hubiera permitido que se hubiera realizado, habría pasado mis días en el duelo y la miseria. Debo treinta o cuarenta años de vida a esta enfermedad que he sufrido con tanta impaciencia. Debo mi salvación eterna a esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. Mi alma se hubiera perdido de no perder este dinero. ¿De qué nos molestamos?... ¡Dios carga con nuestra conducta, y nos preocupamos! Nos abandonamos a la buena fe de un médico, porque lo suponemos entendido en su profesión; él manda que se os hagan las operaciones más violentas, alguna vez que os abran el cráneo con el hierro; que os horade, que os corten un miembro para detener la gangrena, que podría llegar hasta el corazón. Se sufre todo esto, se queda agradecido y se le recompensa libremente, porque se juzga que no lo haría si el remedio no fuera necesario, porque se piensa que hay que fiar en su arte; ¡y no le concederemos el mismo honor a Dios! Se diría que no nos fiamos de su sabiduría y que tenemos miedo de que nos descaminara. ¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a un hombre que puede equivocarse y cuyos menores errores pueden quitaros la vida, y no podéis someteros a la dirección del Señor?
Si viéramos todo lo que Él ve, querríamos infaliblemente todo lo que Él quiere; se nos vería pedirle con lágrimas las mismas aflicciones que procuramos apartar por nuestros votos y nuestras oraciones. A todos nos dice lo que dijo a los hijos de Zebedeo: Nescitis quid petatis; hombres ciegos, tengo piedad de vuestra ignorancia, no sabéis lo que pedís; dejadme dirigir vuestros intereses, conducir vuestra fortuna, conozco mejor que vosotros lo que necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido consideración a vuestros sentimientos y a vuestros gustos, estaríais ya perdidos y sin recurso.

domingo, 14 de junio de 2015

Angelus Domini 2015.06.14

Mirada...

Santisima trinidad

Dios nos mira.

¡Qué diferente sería, quizás, nuestra vida y el trato con nuestros prójimos, si estuviéramos bien convencidos de que Dios nos mira constantemente, que no nos pierde de vista ni por un instante! 
Porque muchas veces nos olvidamos por completo que en todo momento estamos en presencia de Dios y actuamos mal, o no todo lo bien que deberíamos actuar. 
Hagamos el propósito de habituarnos a tener siempre presente que estamos ante la faz de Dios, y que nada de lo que hacemos, decimos, pensamos o dejamos de hacer, escapa a su Vista, y que el Señor nos premiará por todo lo bueno que hacemos, pero también castigará lo malo que obramos. 
¡Cuántos pecados evitaríamos si pensáramos más en la presencia de Dios en todas partes! ¡Qué distinto sería nuestro trato con los demás! ¡Qué diferentes serían, tal vez, nuestros negocios y trabajos, porque haríamos esto o lo otro, no porque nos esté vigilando nuestro patrón, sino porque es el mismo Dios quien nos vigila! No estafaríamos a ninguno, no solamente por miedo a la ley humana, sino porque Dios nos está viendo y nos castigaría, en este mundo o en el venidero. 
Y no creamos que Dios haga la “vista gorda” como se dice, es decir, no vayamos a creernos que Dios pasará por alto algún gesto, alguna acción que hagamos, porque ya el Señor ha dicho en su Evangelio que serán juzgadas hasta las mínimas palabras. 
Y quien diga que el hacer pensar que Dios nos vigila, es como meter miedo a las personas, en realidad lo importante siempre es evitar el pecado; y si con pensar en ello, nosotros pecamos menos, entonces ¡bendito pensamiento! 
No estamos solos. Jamás estamos solos, sino que Dios está con nosotros, en todas partes, con todas las personas y lleva cuenta de nuestras buenas obras y de nuestros pecados. 
Dicen los santos: “Mira que Dios te mira, mira que te está mirando, mira que vas a morir, mira que no sabes cuándo”. Así que sería muy fructífero para nosotros el tener siempre en la mente y el corazón, que Dios nos ve, y de ese modo tengamos un freno para pecar, y en cambio un gran impulso para hacer el bien a todos y en todas partes, tanto solos como acompañados.