No quieren creer
Precisamente estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos: del misterio del más allá.
Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!
No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.
Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.
Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba.
Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto!
No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran demasiadas cargas afectivas.
Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna”.
Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente ninguna prueba.
(De “El Misterio del más allá” – P. Royo Marín)
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